Luis Miguel Ariza, El País Semanal 16/III/14.
A Paul Wallich se le ocurrió una ingeniosa manera de vigilar a su hijo de ocho años sin tener que acompañarle a la parada del autobús escolar durante los duros días de invierno en Burlington (Vermont, EE UU). El pequeño tenía que recorrer a diario 400 metros desde la puerta de su casa, salvando una colina por una carretera arbolada y quedando fuera de la vista de su progenitor. Así que Wallich, un físico educado en Yale, editor y periodista científico, decidió construirse un abejorro volador para no quitarle ojo a su hijo desde el calor del hogar.
El artefacto es un diminuto
autogiro que no pesa más de un kilo, con dos ejes cruzados y cuatro hélices. Un
“cuadricóptero”. Su cerebro puede comprarse en Internet, un kit con un
acelerómetro, un altímetro, un giróscopo, una unidad de GPS y hasta una ranura
para tarjeta de memoria. Wallich le ató un smartphone cuya cámara le
permitía contemplar en la pantalla de su ordenador lo que su abejorro veía.
“Construirlo y hacerlo volar fue la parte más fácil”, escribió este físico en
la prestigiosa revista IEEE Spectrum. Lo difícil, admite, fue lograr
que el abejorro siguiera al crío desde una distancia prudente. Wallich decidió
incorporar una baliza GPS en la mochila del pequeño. Programó el cacharro para
seguirla sin acercarse a más de cuatro metros y medio.
El aparato tiene sus
limitaciones, admitió el propio Wallich a la cadena de televisión NBC: en los
días de viento, su funcionamiento dejaba que desear. Y el paisaje tampoco
ayuda, con árboles y desniveles, por lo que el autogiro corría el peligro de
estrellarse contra cualquier rama. Pero podía mejorarse, con unidades de sonar
para evitar obstáculos y una batería más duradera con la que Wallich cree que
algún día su robot volador será capaz de seguir a su hijo hasta la escuela.
“Hasta entonces”, explica, “tendré que vigilarlo a la antigua usanza, es decir,
en persona”.
Wallich ensayó con el artefacto
en el invierno de 2012. Pero su ocurrencia saltó a los
medios, que
proclamaron la historia con titulares del tipo: Un padre (algo obsesivo)
construye un dron (término importado del inglés que significa “zángano”
o “abejorro”) para vigilar a su hijo. “Lo cierto es que lo usé solo para
hacer ensayos”, aclara hoy Wallich a través del correo electrónico. “Descubrí
muchas formas en las que el aparato podría resultar peligroso si se utilizaba
en condiciones reales”. Concede que hay un futuro inmediato en el que los drones
se usarán para vigilar a los pequeños. Pero la posibilidad de que se estrellen
“les hace aún peligrosos”.
El hecho de que este físico
construyera un robot volador comprando lo necesario para hacerlo inteligente en
una tienda hubiera sido impensable a principios de este siglo. Hace poco más de
una década, este periodista tuvo la oportunidad de visitar el Instituto de Robótica de Pittsburgh, en Pensilvania, con objeto de realizar un
reportaje sobre la evolución de los robots para la serie científica 2.Mil,
de RTVE. A pesar de que Pittsburgh es un templo mundial de los avances
robóticos, la visita resultó decepcionante.
En
aquella visita hablamos
con James Ryan Miller, un ingeniero que estaba desarrollando un prototipo de un
pequeño helicóptero autónomo. No lo vimos volar en ningún momento, pero Miller
nos explicó que, aunque no podía hacernos una demostración, el helicóptero ya
era un éxito. El aparato tenía un sistema de láser para reconocer el paisaje y
elaborar un mapa en tres dimensiones, podía despegar y aterrizar y evitar
obstáculos por sí solo. En sentido genuino, era completamente autónomo. “Le
decimos que vuele a un lugar en particular para tomar fotografías, y entonces
despega, alcanza esa localidad y regresa por sí mismo”. Cuando le preguntamos a
Miller cómo veía el futuro, no lo dudó: “Los aviones y los helicópteros estarán
volando bajo un control casi independiente”.
Miller apuntaba entonces en la buena dirección,
pero con matices. Los drones domésticos como el de Wallich no necesitan
construirse sus propios mapas, pero, sin embargo, parecen bastante inteligentes.
La compañía americana 3DRobotics tiene un catálogo de varios modelos listos para
volar tras salir de la caja. IRIS, un “cuadricóptero” con dos ejes y cuatro
hélices, está solo a un clic de ratón y 626 euros. Aunque se controla con
mandos de radio, también cumple los requisitos de Miller: despega y aterriza
por sí solo, y vuela de manera automática de acuerdo con un plan de vuelo
establecido. La planificación de la ruta es asombrosamente fácil gracias a un software
gratuito. Sobre un mapa real de Google se decide con el cursor el punto de
lanzamiento, los sitios a los que tiene que dirigirse el aparato de forma
consecutiva y la vuelta al lugar de donde despegó. Para asegurarnos de que no
se estrellará, marcamos en una casilla si se quiere que el dron se
mantenga a una altura de seguridad. Y el precio incluye una cámara con
estabilizador para vídeo y fotografías.
IRIS es en realidad un robot que
vuela. Sabe siempre dónde está gracias a una unidad GPS, pero no barre con
rayos láser su entorno para crearse mapas tridimensionales. ¿Es eso
inteligencia artificial? Puede que no. Pero este cuadricóptero forma parte de una
familia mucho más grande, amplia y compleja. Podríamos considerarlo descendiente
de algunos de sus hermanos mayores teledirigidos (también llamados UAV o
vehículos aéreos no tripulados) que llevan matando a miles de personas desde
hace seis años en Yemen y Afganistán.
El dron operativo más
grande en vuelo es el Eitan, de fabricación israelí, con autonomía de 20 horas
seguidas y hasta 12 kilómetros de altura. Tiene el tamaño de un Boeing 737, con
alas de 26 metros de envergadura. El Predator y el Reaper, estadounidenses, son
algo más pequeños, pero vuelan más alto (15 kilómetros) y más tiempo (30
horas). Y el Pentágono ha desarrollado un dron minúsculo, el Nano
Hummingbird, cuyas alas apenas superan los 16 centímetros. Pesa 19 gramos
–menos que una pila convencional de tipo AA– y puede volar a más de 17
kilómetros/hora durante ocho minutos.
Los
cielos surcados por
vehículos autónomos tendrán que esperar un poco más para que se cumpla el sueño
de Miller. “La palabra casi prohibida es precisamente autónomo, ya que eso
implicaría que tendrían inteligencia para actuar solos”, explica Francisco
Muñoz, director del Departamento de Programas Aeronáuticos del Instituto
Nacional de Técnica Aeroespacial (INTA). Los drones que vuelan en el
espacio aéreo, asegura, están sujetos siempre a una regla que no se puede
romper: “Siempre tiene que haber alguien responsable”.
El INTA tiene una larga tradición
de construcción de vehículos
aéreos no tripulados,
preparados para el reconocimiento de daños desde el aire o misiones civiles. Drones
españoles como el ALO (avión ligero de observación), una aeronave ligera de 45
kilos capaz de volar durante dos horas; el SIVA (sistema integrado de
vigilancia aérea), de 300 kilos, o el Milano –de una tonelada de peso y 12
metros de envergadura, capaz de volar a 7.900 metros de altura– colocan ojos y
sentidos sobre el cielo español. Ofrecen la posibilidad de supervisar
fronteras, la detección y seguimiento de incendios y la vigilancia
medioambiental. Ahora es posible programar un dron para que recorra una
línea de boyas marinas y recoja datos sobre salinidad, contaminantes,
temperatura… Las posibilidades se ensanchan. Pero siempre bajo el control
humano.
Pese a ello, la investigación militar de los drones
se está trasladando a los usos civiles con una rapidez imprevista. La
Administración Federal de Aviación de Estados Unidos (FAA, siglas en inglés de
Federal Aviation Administration) calcula que para finales de esta década habrá
30.000 drones surcando los cielos en aquel país, operados por policías,
equipos de rescate, periodistas, científicos, agentes inmobiliarios y
ciudadanos (cada día vuelan allí unos 50.000 aviones). Los drones han
dado un paso adelante. Y han encontrado en el aire el medio para liberarse de
sus ataduras. Son mucho más ágiles y su inteligencia no deja de crecer. En
cierto modo, estos robots están encontrando la libertad de movimientos que
representa el “sueño” de toda máquina inteligente. Así lo considera Peter
Singer, un experto en robótica del Instituto Brookings y coautor del libro Cybersecurity
and cyberwar (Oxford University Press, 2014). “Los drones están creciendo y
cada vez son más ágiles, gracias a los avances tecnológicos”.
Singer
pronostica que
cambiarán el mundo. ¿Hasta qué punto? En la guerra, la Fuerza Aérea estadounidense
entrena ya a más operadores de drones que a pilotos. Basta imaginar lo que harán
centenares de miles de máquinas capaces de mantenerse en el aire durante días,
meses o años, algunas con envergaduras tan grandes como un campo de fútbol,
otras tan pequeñas como un insecto. “La apertura del espacio aéreo civil
afectará a la robótica de una forma análoga a como Internet cambió los
ordenadores”, asegura Singer en un ensayo del Instituto Brookings.
Las predicciones siempre son
arriesgadas, pero hay indicios de que esa revolución puede ser de calado. En
Estados Unidos –el país líder en el desarrollo de esta tecnología–, las
autoridades de aviación no han abierto el espacio aéreo a los drones
domésticos para su explotación comercial, aunque cualquiera puede volarlos
a alturas no superiores a los 120 metros y en zonas que no estén cercanas a los
aeropuertos. Los fabricantes suspiran por una regulación en 2015 para lanzarse
a un jugoso mercado que, de acuerdo con la Asociación Internacional de Sistemas
y Vehículos No Tripulados (Association
for Unmanned Vehicle Systems International o AUVSI), podría mover
82.000 millones de dólares en los siguientes 10 años y hasta 100.000 empleos.
En España, que quiere ser de los
primeros países europeos en legislar el uso de aeronaves no tripuladas, hay un
vacío legal sobre el vuelo de estos aparatos por parte de cualquier ciudadano,
al igual que ocurre con los clásicos aviones de aeromodelismo controlados por
radio. “No hay regulación civil”, advierte con bastante preocupación Carles
Aymat, presidente de la Comisión Técnica de Aeromodelismo de la Real Federación
Aeronáutica Española. “Cualquiera puede ponerse a volar (el aparato)
donde le plazca”. El aeromodelismo deportivo sí está regulado, matiza. Hay que
obtener una licencia para campos autorizados, situados como mínimo a 500 metros
de una zona urbana y a una distancia mayor de cualquier aeropuerto. En otros
países como Francia, volar cualquier tipo de aparato está prohibido.
El interés por lo que suceda al respecto en
Estados Unidos es muy
grande. El gigante del comercio electrónico Amazon ya ha desvelado una
estrategia para repartir sus paquetes mediante drones, en cuanto la
regulación lo permita, para ahorrar costes. Y las críticas no se han hecho
esperar sobre la conveniencia o no de un sistema que puede ser blanco fácil
para los ladrones –abatir un dron de hélices para hacerse con su paquete
no supondría un gran problema en un país donde circulan millones de armas– o la
seguridad. Imagine cualquier lunes cibernético con multitud de drones
trayendo sus ofertas a 10 vecinos que viven en un mismo edificio durante el
mismo día. La empresa Incake en Shanghái (China), que había empezado por vez
primera a utilizar drones para llevar pasteles a sus clientes en las
afueras de la ciudad, tuvo que retener su flota de tres artefactos en tierra
por orden de las autoridades chinas, ya que consideraban esta forma de envío
poco segura y peligrosa. Los datos sugieren que para los vehículos aéreos no
tripulados, los índices de accidente son 353 veces mayores que los de la
aviación comercial.
Por su
parte, la
compañía 3DRobotics está desarrollando ensayos de campo con
agricultores
estadounidenses para adaptar el uso de los cuadricópteros de mayor tamaño en
agricultura, buscando la manera de usar menos insecticidas para disminuir los
daños ambientales. En vez de espolvorear indiscriminadamente los insecticidas
desde un aeroplano, los drones, equipados con cámaras térmicas, podrían
detectar qué plantas necesitan tratamiento y están enfermas, ya que despiden
menos calor por culpa de las infecciones de los hongos. Se estudia una
fumigación a la carta, algo que ya ha conseguido el equipo de Francisca-López
Granados, del Instituto de Energía Sostenible, perteneciente al Consejo
Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). Las cámaras de sus drones,
combinadas con sensores que captan la luz visible y el infrarrojo, distinguen
las malas hierbas de las plantas de cultivo, ambas muy similares al principio.
Las aeronaves inspeccionan y dicen cuándo y dónde hay que fumigar.
Los científicos españoles Juan
José Negro, director de la Estación Biológica de Doñana, también del CSIC, y
Mara Mulero Pazmany, bióloga de su equipo, son pioneros en usar pequeños drones
en el trabajo de campo. Durante agosto de 2012 comprobaron, en una serie de
ensayos, la efectividad de los artefactos en la vigilancia y detección de los
cazadores furtivos de rinocerontes en Sudáfrica. El furtivismo allí ha ido en
aumento. A principios del año pasado, los cazadores venían matando a un ritmo
de dos animales al día, destacan estos expertos en un artículo que publicaron
en la revista PLOS One. El equipo realizó 20 vuelos de demostración en
una zona de 100.000 hectáreas localizada en la provincia de KwaZulu-Natal, un
paisaje de campos de hierbas salpicados por manchas boscosas, en la que viven
aproximadamente unos 500 rinocerontes negros y blancos. Los expertos llegaban
con su equipo y lo desplegaban en apenas dos horas. “Teníamos una estación de
tierra con dos antenas y un alcance de unos 10 kilómetros, y despegábamos los drones
a mano o desde catapultas”, relata Negro. Los aparatos no llegaban a los dos
metros de envergadura, pesaban dos kilos y admitían carga de 350 gramos.
Aquellos drones –de
fabricación china– se elevaron entre 10 y 260 metros. Llevaban en cada vuelo o
bien una cámara fotográfica, o una de vídeo de alta resolución, o una lente
infrarroja. Podían ser controlados desde tierra, pero también ejecutaban los
vuelos de forma automática y programada. En los ensayos se utilizaron
figurantes con perros que simulaban los movimientos de los furtivos, los cuales
suelen llevar estos animales consigo para cazar. Los científicos españoles
comprobaron que los aparatos voladores podían distinguir perfectamente las
figuras de las personas y los perros “especialmente por las sombras que
proyectaban”. Los vuelos duraban entre 15 y 30 minutos, pero los drones
podían detectar el calor de los animales durante la noche gracias a sus cámaras
térmicas. Los abejorros también descubrieron las brechas en los
cercados, los lugares probables de entrada. Sus unidades GPS permitieron
localizar las coordenadas geográficas en cada píxel de imagen obtenida. No
detectaron furtivos reales en ese mes, pero demostraron que podían hacerlo.
Para Juan José Negro, de la Estación Biológica de
Doñana, estos pequeños aparatos prolongan la visión del biólogo de una manera
impensable seis años atrás. Los drones le han permitido finalmente “ver”
a través de los cernícalos gracias a implantar pequeñas unidades de GPS –que
apenas pesaban cinco gramos– en estas aves. Cuando volvían al nido, los
investigadores descargaban el contenido de las unidades, trazaban las
trayectorias de los vuelos y programaban los drones. Los científicos
obtuvieron unas 4.460 imágenes en alta resolución a partir de seis viajes
diferentes. Descubrieron que las aves solían ir detrás de las cosechadoras
porque levantaban una gran cantidad de insectos, un botín que no podían
perderse, entre otros aspectos de la vida de estas rapaces para ayudar a
conservar esta especie.
Pero hay un último aspecto que
resulta sombrío. La idea de tener miles de ojos
en el cielo, con
lentes zoom y sensores que ven en la oscuridad con un detalle asombroso,
no es alentadora si su objetivo somos nosotros. Es un futuro que Peter Singer,
que viene pronosticando esta revolución, describe como “potencialmente
amenazador”. La Unión Americana de Libertades Civiles (ACLU, en sus siglas en
inglés) realizó un informe a finales de 2011 en el que afirmaba que los drones
supondrán una amenaza para la privacidad de los ciudadanos si la FAA permitiera
su generalización.
La ACLU denunció un caso de abuso
de la policía de Nueva York ocurrido en 2004, que filmó durante cuatro minutos
a una pareja que hacía el amor en la terraza de su casa durante la noche
mediante una cámara de visión nocturna dispuesta en un helicóptero. “Es el tipo de abuso que podría
generalizarse si la
tecnología de los drones fuera de uso común”, reza el informe de Jay
Stanley y Catherine Crump.
La idea de espiar al vecino puede convertirse en una
tentación peligrosa. Estos autores destacan que la generalización y abuso de
los drones podría tener efectos a más largo plazo, con cambios de comportamiento
insospechados en la población. ¿Qué sucedería si cada vez que uno sale de casa
sintiera el aliento del Gobierno, la sensación de verse vigilado por un ojo
desde el aire? Stanley y Crump concluyen en su informe: “Los psicólogos han
encontrado una y otra vez que la gente que está siendo observada tiende a
comportarse de una manera diferente y toma decisiones distintas que aquellos a
los que no se les vigila”. Ese es un tipo de revolución que nadie desea.
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