En el pueblo de Yaxché, donde el sol se desangraba en el horizonte como un animal herido, el viento susurraba poemas en los oídos de los habitantes. Era un viento que conocía los secretos de la tierra y los compartía con los árboles, que se inclinaban hacía él como si fueran susurrantes confidentes. Las palabras del viento eran como pétalos de flores que caían suavemente en el suelo, y los niños las recogían con avidez, como si fueran tesoros escondidos.
La casa de la familia García era un lugar donde el viento se sentía especialmente cómodo. Entraba por las ventanas abiertas y se deslizaba por los pasillos, susurrando historias de amor y desamor, de triunfos y derrotas. La abuela, Prudencia, se sentaba en su mecedora y escuchaba atentamente, como si el viento fuera un viejo amigo que venía a visitarla. Y en efecto, lo era.
El viento era un poeta que conocía el lenguaje de las flores y los árboles. Sabía cuando una flor estaba a punto de abrirse y cuando un árbol estaba sufriendo. Y compartía sus conocimientos con los habitantes de Yaxché, que lo escuchaban con reverencia. Era un viento que traía noticias de lugares lejanos y que hacía que la gente se sintiera conectada con el universo.
Pero el viento no solo susurraba poemas y noticias. También traía sueños y pesadillas. Y en las noches, cuando la luna estaba llena, el viento se convertía en un lamento que recorría las calles de Yaxché, haciendo que la gente se despertara con un sobresalto. Era un viento que conocía los secretos del corazón humano y que los susurraba en el oído de los que dormían.
Y así el viento siguió susurrando poesía en Yaxché, un pueblo donde la realidad y la fantasía se entrelazaban como hilos de una tela. Y los habitantes se siguieron escuchando con los ojos cerrados y el corazón abierto, como si el viento fuera un ángel que les trajera mensajes del cielo.
Paty Robles. Copyright
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