Recuerdo perfectamente Uno de los nuestros (Goodfellas), la película de Martin Scorsese
sobre el ascenso y caída de un hampón. Más de veinte años después de su
estreno, tengo memorizada la escena en que Ray Liotta aspira cocaína con fondo
musical de Sunshine of your love. Y
el divertido momento del cadáver en el maletero que, sorpresa, aún vive. Y el
gran final, cuando Liotta se acoge a un programa de protección de testigos y
termina convertido en un triste vecino aburrido más.
Salí de esa película pensando:
“Yo quiero ser mafioso. Por favor, Dios, si existes, hazme mafioso”.
Scorsese lo ha vuelto a hacer con
su última película: El lobo de Wall
Street, basada en la vida real del bróker Jordan Belfort. Los grandes
delincuentes de hoy día no llevan armas de fuego, sino hipotecas subprime. Y no te amenazan con volarte
los sesos, sino con opciones de compra preferente. Pero lo de la cocaína
no ha cambiado (hay tradiciones tan arraigadas como la Navidad). Así que esta
vez, el protagonista de la película no es un maleante, sino un corredor de
Bolsa estafador.
Y, sin embargo, el humor negro de
la película es el mismo que en la vieja Goodfellas:
en una orgía de excesos, el protagonista se mete todas las drogas posibles en
los momentos más inoportunos. Contrata cantidades industriales de prostitutas.
Juega al tiro al blanco con enanos. Conduce un helicóptero borracho. Todo esto
contado con un cinismo que arranca carcajadas y con una banda sonora sin
desperdicio (inolvidable Gloria, de
Umberto Tozzi, en el rescate de un lujoso yate partido por la mitad).
En consecuencia, uno sale de la
película pensando: “Quiero ser corredor
de Bolsa. Dios, si me haces corredor de Bolsa, te daré un 20% de los
beneficios”.
Como era de esperar, este retrato
cómico de la depravación capitalista ha levantado una gran polémica. Miembros
de la Academia de Hollywood y víctimas del Belfort de la vida real se han
escandalizado públicamente. La actriz Hope Holiday consideró a la película
“basura repugnante”. La hija de un bróker delatado por Belfort acusó a Scorsese
de ser “aliado de un criminal”.
Según estas personas, Jordan
Belfort era un ser humano repulsivo, y el cine debería mostrarlo como tal. Sus
aventuras no deberían parecer divertidas, porque eso sugiere que sus actos
fueron tolerables, e incluso puede animar a otras personas a imitarlo.
Debo decirles a los detractores
de El lobo de Wall Street que pueden
estar tranquilos: después de ver Goodfellas,
yo no me hice mafioso. Como la mayor parte de los espectadores, sentí cómo el
poder desmedido y arbitrario destruye también al que lo ejerce. Hice una
pequeña reflexión y otro día vi otra película. Hasta donde sé, tampoco los
espectadores de El lobo de Wall Street
se han hecho automáticamente corredores de Bolsa.
Lo que sí consigue Scorsese, tras
las carcajadas, es hacerte notar que el energúmeno de Belfort fue un éxito,
porque se alimentó de un sistema financiero que premiaba a gente como él. Su
historia es una feroz crítica a una sociedad que ha convertido el dinero en una
droga más, una denuncia a la hipocresía de una cultura que sólo te mide por el
peso de tu chequera.
Los detractores de la película
creen que los espectadores no entenderán eso. Que las inocentes cabecitas del
público son manipulables, y todos saldremos corriendo del cine a aspirar
cocaína en el trasero de prostitutas. Absurdo, pero no nuevo. También ha habido
Gobiernos decididos a proteger a la gente de su propia “inocencia”; por
ejemplo, el III Reich. Hitler mandó quemar cuadros licenciosos y libros llenos
de historias inmorales. Y ya sabemos cuánto mejoró su sociedad con eso.
Aristóteles
decía: “El arte imita a la vida”. El cine es arte: un espejo del ser humano,
con sus virtudes y defectos, que nos ayuda a entendernos mejor. Quien debe
darnos miedo no es el artista, sino quien cree que somos bobos, y que hay que protegernos de nosotros
mismos. Ese es, si lo dejamos suelto, el verdadero lobo.
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